Como padres, nada nos genera más angustia que ver a un hijo enfermo. Ver a nuestro pequeño en aparente estado de indefensión debiendo soportar el trance de la infección hace que nos invada un sentimiento de impotencia y, si pudiéramos, seriamos capaces de tomar su lugar para evitarle el sufrimiento.
Ante este cuadro muchos padres, presionados por el miedo e influenciados por la costumbre de eliminar los síntomas, tratan desesperadamente de bajarle la fiebre al niño a cualquier precio y le practican baños de agua fría, compresas heladas y utilizan medicamentos antitérmicos, a veces más de uno y en altas dosis, para asegurarse que la temperatura se normalice lo mas rápido posible.
Así, en
la desesperación, eliminan la primera respuesta efectiva del organismo ante la infección, como si a ese pequeño que está intentando balbucear sus primeras palabras lo hicieran callar violentamente.
Debemos comprender que la fiebre es un mecanismo inicial de respuesta, común a todas las infecciones, que permite defenderse al organismo mientras comienza a organizarse la respuesta específica de los anticuerpos que a veces puede tardar varios días en ser efectiva. La ciencia ha comprobado en trabajos de investigación que por cada grado de elevación de la temperatura corporal la replicación viral disminuye exponencialmente.
Para la medicina de concepción antroposófica las enfermedades infantiles acompañadas de fiebre cumplen un rol fundamental en el desarrollo del niño.
En la lucha contra las enfermedades infecciosas, se activan procesos en el cuerpo, como la fiebre y la inflamación, que producen destrucción y eliminación de proteínas. Este hecho representa para el niño la oportunidad de renovar su constitución corporal formada a partir de las proteínas que aportaron sus padres en la concepción, y así construir su cuerpo con nuevas proteínas que posean un exclusivo sello propio. Por lo tanto, un niño con sus procesos febriles cambia sus proteínas y llega a los 7 años con un cuerpo renovado, totalmente adecuado a esa personalidad única e irrepetible.
Vivir en la sociedad del siglo XXI implica gozar de grandes beneficios pero también resignar ciertas libertades. Por un lado, el desarrollo tecnológico nos permitió mejorar cada vez más la calidad de vida y extender las expectativas de vida. Por otro lado, estamos obligados a vivir en un ambiente cada vez más artificial y contaminado, además debemos cumplir con programas de vacunación obligatorios para nuestros hijos que los privan de la posibilidad de contraer las enfermedades infantiles habituales que representaban un antes y un después en su desarrollo.
Debemos considerar también el tipo de alimentación que podemos ofrecer, con frutas y hortalizas, carnes y cereales tratados para su conservación, con lo que se pierde muchas veces la condición de producto fresco. Hasta la leche, el clásico alimento de los niños, se comercializa esterilizada (libre de bacterias); y si pretendemos aportarles lactobacilos debemos comprarlos por separado en yogures y alimentos probióticos que están adicionados con edulcorantes y conservantes químicos. De esta manera, reducimos drásticamente el ingreso al organismo de pequeñas cantidades de bacterias contenidas en los alimentos naturales que son útiles para estimular las defensas a través del intestino.
Si a ese panorama sumamos el abandono precoz de la lactancia materna y el ingreso temprano de bebes muy pequeños a los jardines maternales, exponiéndolos así a infecciones virales frecuentes antes de que estén capacitados para defenderse, obtendremos como resultado a niños inmunológicamente débiles con una muy aumentada probabilidad de padecer enfermedades alérgicas, asma y enfermedades autoinmunes.
Para quienes vivimos en la ciudad resulta casi imposible escapar de esta realidad, entonces debemos tratar de reducir los impactos negativos sobre la inmunidad de nuestros hijos con acciones simples pero concretas. Por ejemplo:
· Ofrecer una alimentación lo más natural posible, eligiendo alimentos frescos y si es posible orgánicos; con un mínimo contenido de aditivos. Recomendamos leer la composición de los alimentos envasados.
· Prolongar la lactancia materna hasta mas allá del año de vida.
· Desalentar el consumo de golosinas, jugos artificiales y comida chatarra.
· Retrasar el ingreso de niños muy pequeños a jardines maternales.
· Respetar la evolución natural de las enfermedades febriles evitando el uso de antitérmicos, dando así al organismo la posibilidad de crear defensas adecuadas.
· Evitar el uso indiscriminado de antibióticos; recordemos que más del 90 % de las enfermedades infantiles son virales y no son necesarios.
· Evitar la aplicación de vacunas fuera de las estrictamente obligatorias. Reclamar al medico la aplicación de toda nueva vacuna que aparece es distraer la inmunidad del niño, y en algunos casos, quitarle la oportunidad de padecer enfermedades benignas en la infancia que pueden ser graves en el adulto. Ninguna nueva vacuna garantiza inmunidad de por vida; por lo tanto, si evitamos un padecimiento para el cual está preparado en la infancia lo desprotegeremos en la vida adulta. La única inmunidad duradera es la que se adquiere con la enfermedad.
· Estimular las actividades que impliquen contacto con la naturaleza, evitar la vida sedentaria moderando el tiempo de exposición ante ordenadores y televisores.
· No fomentar las actividades intelectuales en niños pequeños, ya que desgastan la vitalidad que necesitan para sus defensas y su crecimiento.
Sabemos que podemos considerar muchas medidas más, pero si comenzamos a poner en practica las que están a nuestro alcance, estaremos orientando ya a nuestros hijos hacia un futuro más saludable.
Fuente: Miguel Ángel Fernández (médico antroposçofico).
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